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ISSN 1989-4163

NUMERO 71 - MARZO 2016

Una Noche Flamenca

Andrés Fornells

 

     

Soy, para asombro de unos pocos, incluidos mi perro “Max” y mi gato “Popeye”, un gran amante del folclore flamenco. Una noche de verano asistí a un festival de cante flamenco que tuvo lugar en la plaza de toros, de un pequeño pueblo, de mi entrañable Andalucía.

Habían anunciado los carteles que iban a tomar parte tres cantaores de tronío: Manolillo el Camiseta, Frasco el Tirachinas y Pepillo Pataspuente. A este último no lo había visto ni escuchado nunca. El apodo, como me ocurre con todos ellos, llamó mi atención, que es hermana gemela de mi curiosidad, y le pregunté, sobre el mismo, a mi compadre Javier Serrano que, en el arte del cante jondo, conoce hasta al borracho Gómez el Desnivelado que, cuando va un poco cargado de morapio, les canta a todas las farolas que le prestan apoyo cuando las piernas le responden mal y se le distraen a la hora de dar pasos sensatos.

—Pepillo Pataspuente es un monstruo. Las seguiriyas las borda. En este palo no tiene mucho que envidiar a Manuel Torre ni al otro legendario monstruo, Antonio Chacón.

—Pues ardo en deseos de escucharle. Pero, compadre, no has contestado a mi pregunta sobre el mote que tiene —le advertí.

—Su mote tiene explicación sencilla: se lo pusieron por lo despatarrado que anda. Tan despatarrado como un vaquero de esos del Oeste americano, que se le arquean exageradamente las piernas de tanto montar a caballo y cabalgar toros con muy mala leche, que al menor descuido les lanzan por encima de sus mosqueadas orejas.

—Gracias, compadre, ahora me quedé tranquilo.

Mi compadre Javier Serrano y un servidor acudimos juntos al festival. En este mundo, en el que conocer a gente te procura privilegios, cierta amistad que Javier tenía con el organizador del evento le permitió conseguir dos localidades en el mejor sitio posible, tan cerca de los artistas que podíamos ver la transpiración en sus rostros, el temblorcillo de manos del nerviosismo y, cuando abrían la boca, la marca del jerez que habían tomado para entonarse.

No voy a cansar a mis posibles lectores detallándoles este espectáculo, en el que el valor de las voces y del virtuosismo de las guitarras no son para contar sino para ver, escuchar, sentir y deleitarse el corazón. Resumiendo al máximo, doy constancia de que estuvieron geniales los tres cantaores y fenomenales sus respectivos acompañantes con las guitarras, cuyos nombres honro a continuación: Pepe el de la Zapatones, Miguelito el Hortelano y Alfonso el Momia, al que ni siquiera su santa madre, que lo ha parido y le conserva todavía en su casa disfrutando de sus prodigiosos guisos, le ha visto sonreír una sola vez en su vida y que suele decir absolutamente pesimista a este respecto: “Moriré sin que, este jodido hijo mío, me dé esa gran alegría de abrir la boca para otra cosa que no sea hablar y comer”.

Y volviendo al festival, el respetable lo pasó de fábula, aplaudió todas las magistrales actuaciones que nos ofrecieron los privilegiados artistas, y mi compadre y yo fuimos de los que mejor ritmo marcamos acompañándoles con nuestras palmas.

Terminado el exitoso espectáculo, mi compadre Javier y un servidor, pasamos un momento a los camerinos donde un aficionado generoso había traído para los artistas y acompañantes una caja de botellas de jerez, un jamón de bellota y, para que no quedase sin representación marinera la degustación, varias bandejas de mariscos cocidos.

 Nos invitaron a ayudarles a consumir aquellas exquisiteces alimenticias, y nosotros, que somos fáciles de convencer y no ponemos obstáculos a la hora de ser favorecidos, aceptamos de buenísimo grado.

Desde un primer momento apreciamos que, alrededor de Pepillo Pataspuente, derrochando atenciones y cariño sobre él, había tres mujeres jóvenes y muy hermosas. Quizás, porque yo no tenía el día especialmente suspicaz, le pregunté a mi compadre:

—Oye, Javier, esas tres gachís tan buenas que le están haciendo todo el tiempo carantoñas y pamplinas al Pataspuente son hermanas suyas.

—¡Ca! Son novias las tres —categórico mi compadre, con esa firmeza que da la seguridad que se tiene de una cosa.

—¿Tres novias tiene el tío? —entre el asombro, la envidia y la incredulidad.

—Tiene tres y porque no quiere tener más.

—Joé, ¿y que les da? —interesadísimo.

—Mucho cariño camero, digo yo que les dará —igualándome la envidia.

Poco amante de las respuestas sencillas y apasionado aficionado a desentrañar misterios, me obstiné:

—Ése debe tener algún secreto que le permite conquistar hembras y yo tengo que sacárselo.

—No te preocupes por secretos ajenos y come jamón, que está de muerte, antes que se termine, que mira cómo se están inflando todos estos “desganados”.

Ya había comido tanto jamón que a punto estaba de echarlo por los ojos y fuera gasto inútil seguir engullendo. Así que, espoleado por mi afán de adquirir conocimientos donjuanescos, estuve acechando al cantaor especializado en las seguiriyas y, cuando le vi dirigirse al servicio, le seguí. Tuve suerte de que estuviéramos allí solos los dos y, aprovechando que previamente mi amigo Javier nos había presentado, le abordé del siguiente modo:

—Perdona mi indiscreción, hombre, pero es que cuando no le doy cancha en mi vida a la curiosidad, tengo pesadillas por las noches. Verás, resulta que, con suerte, la mayoría de los mortales conseguimos tener una novia y, si no me han informado mal, tú tienes tres.

—Así es y no tengo más porque con tres me sobran —respondió tan modestamente convincente, que me convenció.

Permanecí el resto de mi micción boquiabierto de admiración. Temiendo que nos interrumpieran o que terminado de desaguar se me escapara el artista, forcé la recuperación de mi habla y le pedí, le supliqué casi:

—Oye ahora que estamos solos, y poniendo por delante mi promesa de que no se lo voy a decir a nadie, puedes contarme que haces para tener tanto éxito con las mujeres.

Él realizó la operación de sacudida. Yo le imité. El tiró hacia arriba del Zip de la bragueta de sus pantalones. Yo realicé la misma maniobra. Nos acercamos ambos al aparato del jabón y, mientras nos lo restregamos por nuestras manos, él me miró como si estuviera convencido de que yo no me daría por satisfecho con sus palabras, y dijo con sencillez:

—Lo que yo les hago a las mujeres, puede hacérselo cualquiera.

—Veamos que es —penando de impaciente.

 —Pues poca cosa. Las miro a los ojos, muy a lo hondo, chasqueo los dedos y les digo: “¡Ea!, ¿te vienes conmigo o qué?” Y eso hacen, se vienen conmigo.

La seriedad que mantenía su rostro hubiera convencido a cualquier más desconfiado e incrédulo que yo, de que acababa de decirme la verdad.

—¿Y eso es todo?

Encogió los hombros con la misma humildad que habría empleado Einstein, para decir que dos y dos son cuatro, y manifestó:

—Nada más hay. He tenido mucho en conocerte. Mira, me siento cansado y tengo la garganta hecha polvo. La he forzado mucho. Demasiado. Le voy a decir a mis novias que nos vamos a ir. Buenas noches.

Le vi tan cercano y amistoso en aquel momento, que a punto estuve de pedirle una de sus novias, contándole la triste situación de que no tenía ninguna desde hacía meses y desesperaba por tenerla. Me dio corte y me privé de hacerlo.

—Buenas noches, y que aprovechen.

Reconozco que a menudo obro con ingenuidad, con exceso de fe, con manifiesta esperanza. Pero cuando la necesidad aprieta, uno lo prueba todo. A la mañana siguiente salí a la calle y ante la primera chica que me gustó, me detuve, chasqueé los dedos y le dije imitando a Pepillo el Pataspuente:

—¡Ea! ¿Te vienes conmigo o qué?

La primera que le dije esto llamó a un municipal y éste me multó. Y como me tenían enseñado que “a la segunda va la vencida”, lo intenté de nuevo con una morena que estaba de buena, como para cortarse la coleta y perder la salud con ella.

Todavía hoy, transcurridos varios años, le duele al carrillo izquierdo de mi cara el demoledor bofetón que me arreó.

Lógicamente, tan contundentes y dolorosos fracasos, el uno económico y el otro de perjuicio físico, me aconsejaron no intentarlo más.

Hace poco, en una conversación telefónica que tuve con mi compadre Javier, le pregunté si sabía algo de Pepillo Pataspuente y me informó que ahora las novias que tenía eran seis, había dejado de cantar porque ellas lo mantenían a cuerpo de rey, y corrían rumores de que estaba pensando meterse a monje de clausura.

Con manifiesta amargura le dije a Javier:

—Es imposible que nuestra sociedad funcione bien, cuando no existen ni la justicia ni la igualdad ni la equidad.

Mi compadree, que liga todavía menos que yo, estuvo totalmente de acuerdo conmigo.

Fue por culpa de Pepillo Pataspuente que comencé creer en la existencia de la magia y a estar convencido de que yo no la poseía. Vamos ni mijita.

 

 

Una noche flamenca

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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